Hoy me desperté con ganas de volver.
La frase retumba en el escenario del Centro Cultural Chacao, son las cuatro y media del sábado 30 de julio. Hace frío, como en todo teatro, pero la adrenalina me tiene parada en un lateral de la tarima, en mangas de franela, sin detenerme un segundo en pensar en nada más que no sea la conferencia que Julio Bevione va a dar en unos minutos.
Tengo puesta una franela con la cara de Renny Ottolina, más por cábala que por fetichismo, y estoy trabajando en producción tras una pausa algo larga en la que el mundo corporativo me separó de estas lides. Siento miedo. Susto. Nervios.
Me siento completamente nueva, aún cuando ya he estado aquí produciendo conciertos, obras de teatro, shows.
‘Volver a casa, volver a todo lo que soy’, repite mientras se ajusta el micrófono.
Me río. Me sueno los dedos, respiro. Pienso que la frase me habla. Como si quisiera recordarme que volver es también una forma de encontrarse. De transformarse. De seguir.
A Bevione no lo conocía en persona, hasta hace unos instantes. Su sonrisa aparece y siento cómo de pronto se encienden todas las luces. Me inspira paz, es raro, lo sé, pero eso es lo que siento. Eso y una profunda responsabilidad, soy la más chama en un equipo que lleva toda la vida girando con él.
Sigue calentando en el escenario, sabe que ya dieron sala y que la música que recibe a los asistentes es la misma con la que abrieron su conferencia en 2018. Su memoria es prodigiosa.
Pareciera que sus ejercicios de recordación quisieran hacerme ver algo. La importancia de la memoria, el rol del recuerdo, lo urgente que se hace no olvidar.
Camino ese trozo de pasillo que nos separa del backstage y pienso que la última vez, mi editor, fue el encargado de hacer las crónicas que contaban la travesía de Julio Bevione por nuestra geografía. Hoy, él no está aquí, no volverá a echar estos cuentos, ni otros. Se me aguan los ojos porque ahí, en esa sala, lo echo de menos. Es un recuerdo dulce, pero doloroso, como apoyar la mano sobre el azúcar que se derramó sobre la mesa al abrir un sobrecito antes de tomar el café.
Parece como si Bevione insistiera en su misión. Respira, me digo, emulando la frase que más tarde escucharé repetir en la voz del argentino.
Escuchar a Bevione hablar de Venezuela me reconcilia con el gentilicio. Me hace creer que, eventualmente, este sinsentido tropical puede ser un país. Comienza a hablar y siento, de verdad, que podemos convencernos de que es posible.
Me ha hecho soñar con ese día en que esto no sea un dolor de pecho, sino más bien una postal de esas que enviamos a quienes están lejos, como diciéndoles: Mira lo que construimos con los escombros que nos dejaron. Me hace creer que tal vez, ese pensamiento recurrente que me ha hecho quedarme anclada a esta tierra, como jalada por un nylon invisible no es una locura, sino un propósito.
Escucharlo me ha hecho fantasear con la posibilidad real de que llegue el día en que dejemos de mirar Venezuela y en vez de cuestionarnos ¿por qué? nos respondamos ¿por qué no?